Carácter silvestre

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 Mateo Marco Amorós/ Uno de aquellos

Fotografía: Joaquín Marín

El veintiocho de marzo de 1942 en la prisión de Alicante murió Miguel Hernández. Murió o, como disgusta decir al hernandiano Jesucristo Riquelme, «lo murieron». Así este año se cumplirá el setenta y cinco aniversario de la muerte del poeta. Instituciones, colectivos y particulares han anunciado actos y proyectos para conmemorar la efemérides. Sea por lo que sea esta manía de celebrar ciclos redondos, sean múltiplos de cinco o de diez, bienvenido sea lo que sirva para recordar a Miguel Hernández, «un deber de España, un deber de amor» que decía Neruda para el «muchachón de Orihuela».

En estos días de fastos habrá quien reivindique –otra vez– apartar al poeta de los pastos, despojarle de panas y esparteñas, limar su carácter silvestre. Carácter que él mismo pasturó. Por ejemplo, cuando escribe a Juan Ramón Jiménez se presenta como «este pastor un poquito poeta.» Y en una nota enviada a Aleixandre firma como «Miguel Hernández, pastor de Orihuela». Y así en otras ocasiones con otros. «En cuclillas, ordeño / una cabrita y un sueño.»

En 1930, José María Ballesteros, médico y cronista de Orihuela, sembraría esta imagen metiéndolo en el redil de los pastores poetas. Juan Sansano le denomina «humilde cabrero». Giménez Caballero se referirá a él como «simpático pastorcillo caído esta Navidad por este nacimiento madrileño». Arturo Serrano lo ve disfrazado de pastor-poeta por Madrid. «Poeta cabrero» registrará el Ayuntamiento de Orihuela al concederle una pensión. Neruda se dirige a él como «querido pastor», «poeta de cabras».

«Miguel Hernández, en la cárcel de su biografía» –título de un lúcido artículo del catedrático Prieto de Paula–, habrá que seguir reivindicando su poesía por encima de cagarrutas, esparteñas y bandos. Reconociéndole una biografía corta pero tan intensa que no debiera despistarnos de los versos, acaso explicarlos. Y si es por recuperar al escritor y poesía, podríamos empezar por dignificar esa entrañable «senda del poeta» que algunos están convirtiendo en botellón caminero, en francachela vergonzosa. Como aquella de la retaguardia intelectual que tanto irritó a Hernández. Retaguardia de festines, retaguardia de «mucha puta y mucho hijo de puta» que diría rudo el… poeta.

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