A propósito de…LXXII

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avaricia

La avaricia, como hace dos mil años

Laura F.
 

Había una vez un hombre muy rico, Como uno llamado Epulón. Dilapidaba su riqueza en variados pasatiempos. Le gustaba agasajar a sus amigos con regalos, grandes celebraciones, campañas de prestigio, fiestas fastuosas, ceremonias a los dioses, etc. A la puerta de su mansión se cobijaba Lázaro, un pobre miserable, llagado y muerto de hambre. Pacientemente esperaba las sobras de las comilonas, y que tampoco cataba. Este mendigo había tenido una vida normal, con trabajo, familia, amigos, etc.

Pero el rey del país, cruel, avaricioso e inepto (pues ya se sabe que no siempre el que hereda es el más adecuado). Había conducido su reino a la ruina porque, al no llevar bien las cuentas, otros reyes le habían tenido que prestar dinero y lo tenía que devolver con intereses muy altos. Los colegas  reinantes no miraban como iba el país de “su amigo”, querían su dinero y ¡eso que habían hecho un pacto de mutua ayuda! Pero nada. Así que el monarca subió los impuestos, bajó los sueldos, etc., pero al pueblo sencillo. A los ricos, como Epulón, no. Pues no estaban dispuestos a perder sus privilegios y le amenazaron con irse a vivir a otro país si les “apretaba las clavijas”.

El rey prometía y prometía, pero de dicho nada se veía. En fin. Muy pronto hubo “lázaros a punta pala” y sólo les quedaba ir a las puertas de los ricos, a ver si caía algo que llevarse a la boca. Esto llevó consigo desnutrición, enfermedades, violencia, mortandad de niños y ancianos,… ¡Un desastre! Por más que los ciudadanos se quejaban y alegaban soluciones, este rey no escuchaba a sus súbditos, que en realidad eran los que habían puesto en él sus esperanzas. El tiempo pasó, las gentes que sufrieron, los epulones y amigos se fueron al “otro barrio”.

Un barrio bastante desagradable, en el que las llamas y sufrimientos eran horribles. Con el agravante de poder ver un paraíso maravilloso en el que los míseros a los que hundieron, gozaban de paz y felicidad plenas. Y allí estaba Lázaro, pletórico. Epulón llamó y llamó hasta desgañitarse, suplicando piedad. El cielo le contestó que ya había disfrutado de su ración de dicha en vida, y Lázaro no podía ir hasta él. Viendo su terrible castigo, pidió que avisaran a sus hermanos y amigos, que vivían como él lo había hecho, para que supieran lo terrible de su futuro eterno. Desde la Gloria se le dijo que ya tenían a personas que les avisaban y que, por ser tan egoístas, hedonistas y avariciosos como él, aunque un muerto se les apareciese, no le creerían. Están tan puestos en ellos mismos y en su avaricia de dinero y poder, que no escuchan. Desde el paraíso se les dijo que eran muchos avisos. Algo así como “Se recoge, lo que se siembra”.

Que quiere decir, por si alguien no lo entiende, que los hay, que si compartes con justicia, se te dará frutos y justicia; y si no eres justo y solidario, te tocas las narices. Esta narración adaptada a nuestros tiempos, se hizo hace dos mil años por el mejor maestro y narrador, y sigue vigente. Es como si el tiempo no hubiese transcurrido y no avanzáramos como seres humanos. La maldad, la avaricia el afán de poder,…, no desaparecerán porque forman parte de la condición humana, aunque sería deshonesto no reconocer que unos las tienen más desarrolladas que otros.

Así como las virtudes. Muchos lázaros sobrevivieron con la ayuda de otros que se compadecieron y que sólo tenían tiempo de trabajar para compartir su pobreza y otros lucharon por un rey mejor. La esperanza les guió siempre y no dejaron de intentarlo. Ya lo dice el refrán: “La esperanza es lo último que se pierde”. Por cierto. El autor es Jesús el Galileo, el de Nazaret. Ese, del que muy poco hacemos caso. La adaptadora, yo. Lázaro significa “Dios me ayuda”, y Epulón viene de los Epulones, en la antigua Roma, los que dirigían los émulos o convites a los dioses para aplacar su ira. Vulgarmente llamados glotones, vividores y sinvergüenzas.

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