
Por Mateo Marco Amorós
Entre los personajes que Juan García Hortelano presenta en el cuento Riánsares y el fascista, el que más me conmueve es el señor Pedro, el de la carbonería, el sindicalista. Un ser pacífico en el contexto de dualidades enfrentadas en la guerra civil. Un ser que cuando tiene oportunidad alecciona al joven protagonista, narrador de la historia, valorando sobre todo la vida. Sobre todo. Por encima de etiquetas políticas.
Así, cuando el joven le manifiesta la voluntad de matar al fascista, ya quemándolo, por ser un fascista, Pedro le dice: «Pero es también un hombre, ¿no lo entiendes?» Añadiendo que «el solo bien de un hombre es seguir siéndolo. Quiero decir, la vida». Y cuando el joven insiste en que en la guerra hay que matar, Pedro estalla: «Carajo, qué guerra de mierda… Pero no los críos, ¿me oyes? Los críos tenéis que ir a la escuela, a aprender la manera de que se acaben la injusticia y la opresión». Lo dice lamentando la poca escuela que tuvo, deseando «que ya nadie asista poco a la escuela». Entonces, el protagonista pregunta al señor Pedro qué es lo que haría él si atrapara al fascista. Pedro le responde que entregarlo a las autoridades competentes. «¿Y si las autoridades le dan el paseo?» —pregunta el joven. «No sé, hijo. Pero lo que sí te digo es que vale más un cristiano vivo que un marxista muerto». Respuesta de Pedro que desorienta al muchacho.
El señor Pedro me conmueve porque prioriza la vida en el contexto de la guerra. En ese Madrid/España donde la vida de uno corría riesgo simplemente por ser lo que uno era, donde uno podía ser perseguido y asesinado por ser lo que era, donde la imposibilidad de ser uno lo que quería ser, donde el riesgo de ser. Por ello duele ahora toda hoguera que algunos alimentan, descicatrizando heridas colectivas.
Por cierto, una mañana, cinco meses después de aquella conversación, el joven protagonista y su amigo Tano levantan el cierre de la carbonería encontrándose al señor Pedro ahorcado de una de las vigas, «amarilla y rugosa la calva».
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