La Noche del Oriol

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Zaplana 1jul14
Emilio Zaplana
Ex concejal de Orihuela

Y llegó la noche. Esa noche a la que tanto temíamos.

Dos días antes ya notamos como que el dolor que sentíamos por la pérdida se agudizaba. Era un dolor limpio, seco y palpitante. No era alarmante ni necesitaba diagnóstico. Simplemente era tristeza. Una tristeza honda y descarnada, como la muerte, de las que «no te dejan bueno hueso alguno». Una tristeza traidora que escondida en el bosque de la memoria te asalta sin previo aviso, sin remordimientos, inmisericorde, implacable, voraz y negra. Negra como quien la inspira. Negra como la pena negra.

Así anduvimos entre zombies esos dos días, sin ser conscientes de que no eran los demás, éramos nosotros mismos los que con los brazos levantados al frente, y arrastrando los pies, íbamos dejando un reguero de entrañas en descomposición, y en los ojos telarañas de desconsuelo. Desahuciados de la unidad del sueño. Sin descanso. Sin descanso. Sin descanso.

Y llegó la noche. La noche de la catarsis. La noche de la contradicción. La noche de la ansiedad encerrada entre paredes rojas. La noche de la impotencia. La noche de la rabia. La noche de los fantasmas. La noche del miedo.

Y llegaron las doce…

Y la angustia encontró guarida en ojos y estómagos. Y la música se convirtió en sonidos chirriantes que anunciaban el calvario. Y cada risa era una espina, y cada gesto de felicidad una infamia, cada acto cotidiano una afrenta, y cada mujer, Soledad Montoya.

Y empezó a hablar Miguel, y empezamos a sentir vergüenza de nosotros mismos. No teníamos derecho a no estar a su altura, nuestro dolor jamás seria comparable al suyo y allí estaba, fuerte, tranquilo, sereno, con la serenidad que te da el orgullo de ser el hijo de Eduardo, con la certeza de hacer de la alegría su bandera, como su padre, y de que cualquier dolor se olvida la noche del Oriol.

Y fue desgranando palabras que nos dejaron los brazos pegados al cuerpo. Los pies dejaron de ser pesados. Por nuestras entrañas comenzó a discurrir la sangre limpia, libre de ponzoña. Y citó a Hernández y nuestros ojos se inundaron «de futura mirada». Y derramó ideas y recuerdos, y nuestro corazón fue capaz de abrir la puerta al resquemor para trocarlo en vida, y esa vida puso en marcha un mecanismo, mediante el cual la ausencia dejo de serlo, y Eduardo fue, y sentimos su mirada sobre nosotros, y su expresión de orgullo por su hijo. Estuvo, y su amor se hizo presente.

Miguel se convirtió para nosotros un héroe mitológico esa noche. Bajó a la laguna Estigia, pagó al Barquero, y le hizo un plante a la Parca. Durante media hora negoció con ella y venció. No por la fuerza sino por la fortaleza de sus argumentos, como le habían enseñado sus padres. Y Ella tuvo que sucumbir ante la razón de la juventud, ante la vida en estado puro y ante su propio reflejo en los ojos azules del muchacho, del hombre ya. Y Miguel nos lo trajo a todos durante dos minutos y Eduardo, libre, como siempre, nos habló y nos deshizo el nudo de la garganta, y lloramos y nos reconciliamos un poquito con la muerte, que durante un instante, nos lo cedió para insuflarnos  ánimo, para darnos un abrazo y que nuestras lágrimas pudieran manchar su hombro, como en tantas ocasiones vividas, como hacía un suspiro nos había contado Miguel. Y Eduardo López Egío fue Síndico Portaestandarte de la Gloriosa Enseña del Oriol para toda la eternidad y Miguel López Verdú, el que todo puede hacerlo posible, nos convirtió en luz, y la noche del Oriol fue hermosa, muy hermosa.

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