No tiene gracia

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Hace escasas fechas asistimos a dos importantes acontecimientos intrínsecamente políticos: la tercera moción de censura de la democracia en nuestro país y, un día después de concluir esta, la efemérides que conmemoraba las primeras elecciones celebradas en la misma.

Abordando estos hechos de manera cronológica, podemos asegurar que hace cuarenta años casi todo el mundo puso de su parte para llevar a buen término el objetivo marcado: proporcionar a todos los españoles voz y, nunca mejor dicho, voto. Los periódicos portaban en mayúsculas titulares como “EL PODER VUELVE AL PUEBLO. Tras cuarenta años de dictadura, los españoles votan hoy en libertad”: así rezaba la portada de Diario16 aquel día, sirva como ejemplo. Ese día se escogieron representantes en las cámaras de entre un elenco muy variopinto de ideologías que, ellos sí, estaban realmente dispuestos a consensuar y ceder en sus pretensiones primigenias con tal de conseguir las mejores condiciones posibles para la nación y sus habitantes. El resultado pudo ser bueno o no tan bueno, es posible que menos de lo deseable, pero la intención estaba ahí.

Y cuarenta años después, nos damos de bruces con algo parecido a un sainete escenificado en el hemiciclo. Con solo unos minutos de visionado de la mentada moción de censura nos topamos con el espectáculo en el que se ha convertido la política actual, o al menos advertimos su puesta en escena.

Antaño podíamos distinguir los propósitos de un político por la ideología que defendían sus palabras. Hoy no. Hoy día nos hemos visto obligados a clasificarlos por colores, porque si no lo hacemos resulta imposible averiguar a qué partido pertenecen, dado que el discurso de todos ellos está cortado exactamente por el mismo patrón. “Nosotros somos los únicos que defienden los intereses de España, y los demás solo se han metido en política para enriquecerse”. Entonces aparece un representante de cualquier otro partido y da la réplica: “no, eso tú, y tú más”, entrando ambos en un bucle infinito hasta que surge un nuevo asunto, y vuelta a empezar. Por eso hemos llegado a necesitar ese código de colores, pero ni siquiera nos hemos visto obligados a idearlo para poder identificarnos con un partido, sino que se ha creado para decidir no distinguir ese color, porque en realidad no representa nuestros intereses. Este daltonismo selectivo únicamente nos sirve para poder cargar contra el resto de colores, porque son los adversarios y, al enemigo, ni agua. Nos hemos metamorfoseado: ya no somos votantes, sino forofos.

Y así es como hemos dado rienda suelta a la obra de teatro que se estrena en el Congreso cada vez que hay pleno. Los líderes o portavoces de un color salen a la palestra, declaman medias verdades (o directamente embustes) mientras demonizan a los asistentes de las formaciones contrarias, y simplemente esperan a que la bancada de su propio partido les aplauda tras aproximadamente un par de minutos de actuación. Porque sí, el único papel de estos parlamentarios del mismo color que el sofista de turno es el de ejercer como palmeros a sueldo. Mientras no les toca aplaudir leen el periódico, mandan mensajes por el móvil o juegan con la tablet, hasta que de nuevo llega el momento y vuelven a batir palmas. Hemos llegado a un punto en el que, a pesar del trágico momento que algunos españolitos de a pie están pasando en sus vidas, el personaje en el estrado se permite hacer un chiste, y toda su bancada lo aplaude. Suena absurdo, pero todos los hemos visto: se cuentan chistes en el Congreso, y los celebran con palmadas. Todo un espectáculo. Para el pueblo pan y circo; pero sin pan, dicho sea de paso.

Se me ha ocurrido una idea revolucionaria para conseguir que la clase política deje de tomarse a cachondeo el destino de todas las personas a las que supuestamente representan, una idea tan sumamente ridícula que incluso podría funcionar: prohibir los aplausos en el Congreso. Es decir, ¿se atrevería un orador a contar un chiste en un pleno a sabiendas de que nadie va a celebrar su ocurrencia? ¿No podría ser que, de esa manera, se diera cuenta por él mismo de que proclamar una gracieta en una reunión en la que se deciden los designios de millones de compatriotas constituye una falta de respeto hacia todos ellos? Llamadme ingenuo, y yo soy el primero en hacerlo porque soy consciente de que no funcionaría. Sin embargo, cabe una ínfima posibilidad de que aunque sea uno solo de estos políticos, independientemente de su color, al estar escuchándose en voz alta sin que nadie le ovacione cada dos por tres, llegue a avergonzarse de estar encadenando una sarta de falsedades sin que nadie le apoye aclamándole.

Es una reflexión un tanto idiota, pero yo me conformaría (al menos de momento, y solo de momento) con que ni una sola persona más de ese circo que es el Parlamento actual le pudiese reír ni un solo chiste al predicador del estrado, porque, por muy agudo que sea el chascarrillo, no tiene ninguna gracia.

 

Autor: Adrián E. Belmonte

Libro Las Crónicas del Otro Mundo
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