Setenta y cinco aniversario

Publicidad

Mateo Marco Amorós / Uno de aquellos

Veintiocho de octubre de 1942. Sobre las cinco horas y treinta minutos, en la enfermería de la prisión de Alicante muere Miguel Hernández. Muere a consecuencia de una bronquitis que degenera en tuberculosis, tifus y más. Las cárceles, y mucho menos aquellas cárceles de posguerra, nunca fueron buen hospital. Y Miguel Hernández, desde que lo detuvieron, ha ido de cárcel en cárcel: Madrid, Palencia, Ocaña, Alicante…

«Turismo carcelario» recuerda Jesucristo Riquelme contabilizando que el poeta conoció hasta trece prisiones por la Península. «Turismo carcelario» dice el estudioso porque de hacer «turismo» ironiza Hernández en una carta a su esposa cuando aún le quedaba algo de ánimo. Muere joven. Tenía treinta y un años. «Que como el sol sea mi verso / más grande y dulce cuanto más viejo.» Pero él no pudo llegar a viejo. No le dejaron. A decir de Riquelme, a Miguel Hernández «lo murieron».

Que las cárceles no eran el mejor hospital lo corroboramos en la biografía de José Luis Ferris, «Miguel Hernández. Pasiones, cárcel y muerte de un poeta». Aquí se recogen varios testimonios desesperados. Por ejemplo, escribe en una nota: «Josefina manda inmediatamente tres o cuatro kilos de algodón y gasa, que no podré curarme hoy si no me mandas. Se ha acabado todo en esta enfermería. Comprenderás lo difícil de curarme aquí. Ayer se me hizo la cura con trapos y mal…» O: «El pus no destila por el conducto que se le impuso, sino que, dilatado el agujero, se acumula y se vierte sobre la cama con un golpe de tos a veces (…). Quiero salir de aquí cuanto antes. Se me hace una cura a fuerza de tirones y todo es desidia, ignorancia, despreocupación…» O el desespero redoblando en la desesperación: «Si no me sacáis de aquí, me muero.»

Y en aquel aquí del que no le sacaron se murió. Y su muerte fue por un tiempo demasiado silencio. Un mono, dos camisetas, un jersey, una camisa, unos calzoncillos, dos fundas de almohada, una correa, una toalla, una servilleta, dos pañuelos, un par de calcetines, una manta, una cazuela y un bote, sus pertenencias.

Nota: La información sobre las pertenencias se la debemos a Jesucristo Riquelme, hernandiano entre hernandianos. De su libro «Miguel Hernández. Un poeta para espíritus jóvenes», ECIR, 2009.

Sé el primero en comentar

Deja tu comentario

Tu dirección de correo no será publicada.


*