Bicicletas

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A cara descubierta / Mateo Marco Amorós

Fotografía / Joaquín Marín

Hubo un tiempo en el que la bicicleta era el medio de transporte más utilizado en la Vega Baja. Nos lo recordaba hace un año Rubén Míguez en INFORMACIÓN al hilo del Encuentro Comarcal de Bicicletas Clásicas «Villa de Redován» (INFORMACIÓN, 23 de abril de 2018. Edición Vega Baja, página 14). Hubo un tiempo, sí, en el que hombres y mujeres de esta Vega se desplazaban por la comarca a golpe de pedal.

En «La llanura fantástica» de Luis T. Bonmatí se afirma refiriéndose a Catral –punto C en el relato– que «las bicicletas tendrían que figurar en el escudo de este pueblo fantástico.» «Pueblo fantástico» en «La llanura fantástica», libro que debería ser lectura obligada en la Vega Baja. La bicicleta en el escudo de Catral y en el de todos los pueblos de la comarca, proponemos.

Es verdad que sigue la afición a la bicicleta. Pero en el día a día ha sido desplazada por coches y motos, relegada a prácticas deportivas y, ocasionalmente, a bellos encuentros como el que decíamos de bicicletas clásicas. Encuentros que resultan un museo etnográfico itinerante y romántico.

Resulta paradójico que ahora que tanto vamos de ecologistas reciclando por aquí y por allá, escupiendo al diesel y maldiciendo aerosoles y plásticos, hayamos aparcado las bicicletas para uso diario. El profesor Antonio Escudero, deleitándonos con el recuerdo de su infancia en una Orihuela rural, más de una vez nos ha referido el espectáculo de las bicicletas estacionadas en Orihuela donde el «Rancho Grande», donde un taller de bicicletas, en Obispo Rocamora. Espectáculo especialmente llamativo los domingos y fiestas de guardar cuando los paisanos de la comarca se dejaban caer por la «capital». Una Orihuela, emulando lo que dijo Machado sobre Madrid, rompeolas de toda la Vega. Un espectáculo ese inmenso depósito de bicicletas en aquel lugar recordado por el profesor. Esto y que a la chiquillería le resultaba simpático ver a los paisanos trajeados de domingo pero, olvidadizos o indolentes, paseando con la pinza metálica prendida en el camal. Esa que evitaba que el pantalón se manchara con la grasa de la cadena. O peor, que enganchándose lo mordieran los dientes del plato. Hubo un tiempo.

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