Dichoso tugurio

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Mateo Marco Amorós / Bardomeras y meandros

Joaquín Marín / Fotografía

Aprovechando la Navidad, continuamos bebiendo de «La leyenda dorada» de Santiago de la Vorágine. Una obra peculiar de mediados del siglo XIII, muy interesante por la cantidad de datos curiosos sobre santos y hechos religiosos trascendentes para la cristiandad. En ella, el dominico italiano que llegó a ser arzobispo de Génova dedica un capítulo a la Epifanía del Señor, el decimocuarto.

Entre las reflexiones que nos aporta sobre este maravilloso suceso nos entretenemos en uno de los aspectos que por los siglos de los siglos ha llamado la atención: el que el nacimiento de Jesús se produjera en un humilde lugar. Al respecto, entre otros, De la Vorágine cita a san Agustín; admirado, desconcertado y ruborizado ante el acontecimiento: «¡Oh dichoso tugurio, convertido en sucursal del cielo y morada de Dios, alumbrado, a falta de lámparas, por una estrella! ¡Oh palacio celestial que sirves de residencia no a un monarca enjoyado sino al propio Dios hecho hombre! ¡En vez de lechos floridos, mullidos y blandos, tienes duros pesebres! ¡En lugar de ricos artesonados, tu techumbre, hecha de cañas, hállase ennegrecida de hollín, sin otros adornos que el de la estrella! ¡Confundido y sofocado me siento cuando veo acostado sobre la paja del pesebre, como si fuera un mendigo, al que tiene más lustre y brillo que los astros!».

Atendiendo los elementos que tomados de los evangelios canónicos y apócrifos, como de la rica tradición popular, nos han servido para adornar el escenario del portal de Belén, afirmamos que la maravilla es que el pesebre, en su humildad, resulta grandeza. La paja que mulle al niño, luminosidad de blanduras. El calor de las bestias, confort. El cuidado de José y María, familia. Los pastores en su jolgorio, alegría. Los Magos –reyes o no– sabiduría, honrando lo más sencillo con lo que era sublime para ellos; pero sobre todo por abandonar sus cómodos aposentos para viajar destellados por la curiosidad. Y el Ángel… El Ángel… —¡Gloria a Dios en lo alto y en la tierra paz a los hombres que él ama! (Lc. 2, 14).

Y paz es lo que yo deseo para el mundo.

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