Inmatriculaciones de la Iglesia (y lo de San Agustín de Orihuela)

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Juan Ignacio López-Bas Valero / asesor del Ayuntamiento de Orihuela. Exdiputado nacional y exconcejal

La polémica tras la publicación de los bienes inmatriculados por la Iglesia católica en el registro de la propiedad es, créanme, un gran bluff, una gran maniobra de propaganda política, que nada tiene que ver con lo que la ley dice. Nada, en absoluto, con lo que algunos pretenden hacernos creer.

Pedro Sánchez afirmó el pasado 4 de enero de 2020, en su discurso ante el Congreso como candidato a la investidura, que “en un Estado aconfesional no tiene sentido que ninguna confesión se sitúe por encima de la Ley ni disfrute de privilegios que hieren el principio de legalidad y el principio de igualdad”, declarando su voluntad y compromiso de proceder a las reformas legales necesarias para “revertir” las inmatriculaciones de inmuebles por la Iglesia. ¿Qué ha sido de esa promesa? Un año después, el pasado 16 de febrero, la vicepresidenta Carmen Calvo remitía al Congreso el listado de las propiedades inmatriculadas por la Iglesia católica entre 1998 y 2015, en lo que denominó “un ejercicio de transparencia”. Y aquí se acaba la historia, porque la propia Calvo manifestaba entonces que, a partir de ahora, es posible la consulta pública de las inmatriculaciones de esos bienes inmuebles para poder facilitar su reclamación en caso de conflicto sobre su titularidad, así como decía también que las inmatriculaciones se produjeron al amparo de una situación “legal”. ¿Lo quieren más claro? Pues traducido: hasta aquí hemos llegado y ya no hay más.

El Gobierno, por tanto, no va a modificar ley alguna ni va a anular ninguna inmatriculación de inmuebles por la Iglesia. Ni por la Iglesia ni por nadie. Porque la inmatriculación registral es un procedimiento previsto por la ley para cualquiera. Y Sánchez lo sabía perfectamente hace un año como lo sabe ahora y ha reconocido Calvo. La inmatriculación de un inmueble no supone más que el acceso del mismo por primera vez al registro de la propiedad, una institución y modo de dar seguridad jurídica al tráfico inmobiliario mediante la fe pública sobre los datos que allí se inscriben. Pero tengan en cuenta que en España la información del registro de la propiedad es de libre acceso en la práctica, con lo que cualquiera de nosotros podríamos haber obtenido esa información que el Gobierno ha enviado ahora al Congreso en ese llamado “ejercicio de transparencia”. Basta para ello con pedir una nota simple registral alegando interés legítimo, es decir, cualquiera que suponga un interés no contrario a Derecho. Primera conclusión, pues: el Gobierno no nos ha dado nada que no pudiéramos tener ya, sino que simplemente nos lo ha dado, por así decirlo, encuadernado.

A partir de este momento, y dado que la fe pública registral solo ofrece una presunción de verdad de los datos en él inscritos, cualquier ciudadano está legitimado para impugnar cualquier inmatriculación, pero eso sí: alegando y probando un mejor derecho previo al inscrito. Por tanto, es una falacia que el Gobierno vaya a “revertir” inmatriculaciones, porque, como señaló Calvo, el procedimiento de esas inmatriculaciones fue legal, absolutamente legal, y la propia ley prevé, y ha previsto siempre, que las mismas puedan ser impugnadas ante los tribunales con la prueba de un mejor derecho. Por tanto, si alguien cree que un bien que ha inmatriculado a su nombre la Iglesia, o cualquier hijo de vecino, es realmente de su propiedad, que no lo dude: que acuda al juzgado y haga valer su titularidad real, porque ha podido hacerlo siempre.

Pero vayamos más al fondo de la cuestión: ¿ha tenido la Iglesia un privilegio para inmatricular bienes registralmente a su nombre? Pues realmente no. O sí, pero con matices que hay que aclarar, que medias verdades son mentiras completas. Es incierto que la reforma legal de Aznar de 1998 a 2015 permitiera a la Iglesia Católica inscribir bienes a su nombre. Es incierto porque es una verdad a medias. Esa posibilidad de que una certificación eclesial sirviera donde un particular, por ejemplo, necesitaba un acta de notoriedad, es una previsión que aparece ya en un Real Decreto de 11 de noviembre de 1864 que modifica la legislación del entonces recién creado -solo tres años antes- registro de la propiedad en España, y precisamente excluye de esas inmatriculaciones con certificaciones expedidas “por los Diocesanos respectivos” los templos destinados al culto, y ello por entenderlos como inmuebles fuera del tráfico jurídico comercial equiparables al dominio público. El motivo de que se permitiera la inmatriculación de inmuebles por la Iglesia no fue tanto favorecer a la misma, sino más bien a los adquirentes de esos bienes en aplicación de las leyes de desamortización del siglo XIX, dado que para proceder a la venta de aquellos, incluso forzosa, una manera idónea fue inscribir previamente los mismos a nombre de los transmitentes, justamente mediante la inmatriculación. Solo así se aseguraba el tracto sucesivo de las inscripciones. De hecho, es importante recordar que con el Reglamento Hipotecario de 1915 se repitió la fórmula e incluso se preveía ya expresamente la prohibición de la doble inscripción mediante la figura de la inmatriculación, por lo que cabe decir con claridad que nunca ha gozado la Iglesia de ese privilegio, que hubiera sido del todo ilegal, de inmatricular inmuebles que constaran inscritos ya a nombre de otros titulares previamente.

Es en 1946 y 1947, con la aprobación de nuevos textos, legal y reglamentario hipotecarios respectivamente, cuando se repite la habilitación de los “Diocesanos respectivos” para seguir pudiendo emitir certificaciones para inmatricular inmuebles, manteniéndose siempre el mismo principio de que una inmatriculación no otorga derecho de propiedad por sí misma y siendo impugnable en todo momento por quien ostente y acredite un mejor derecho.

Como se puede comprobar, por tanto, no fue desde luego Aznar en 1998, como se ha mantenido de forma insistente, quien permitió a la Iglesia inmatricular bienes a su nombre en base a certificaciones emitidas por el propio ámbito eclesial. Esa posibilidad ya existía desde ciento treinta y cuatro años antes, y por ello lo de esa media verdad que es una mentira completa, porque lo único que sí puede achacarse a la reforma de la normativa hipotecaria vigente desde 1998 fue la de permitir la inscripción de los templos destinados al culto, que antes, recordemos, no eran inscribibles, de la misma manera que se pudieron también inscribir los bienes de dominio público, estos segundos no inscribibles antes por considerarse innecesario, y los primeros por considerarse fuera del comercio y por ser obvio y patente que nadie, salvo la Iglesia, que poseía esos templos desde tiempo inmemorial, antes de la creación del propio registro de la propiedad, iba a reclamar ser propietario de los mismos. Lo que en 1998 se hace, dada la situación de constante expolio y usurpación de los bienes de dominio público, fue permitir su inmatriculación a nombre de las distintas y respectivas Administraciones Públicas, y lo mismo sucedió con los templos de culto, pero no solo los de la Iglesia católica, sino los de cualquier otra confesión religiosa, precisamente por el régimen de igualdad en un Estado aconfesional. Tan simple como eso. A partir de 2015, y con la reforma operada en el ámbito hipotecario, deja de existir la posibilidad de inmatricular inmuebles con certificaciones eclesiales, pero tanto para los católicos como para otras confesiones. Y es lógico, porque para algo hemos separado, aunque sea a estas alturas y de verdad, Iglesia y Estado.

El resumen de todo lo anterior es que cuando la Iglesia católica ha podido algo -inmatricular- lo ha podido como cualquier otro hijo de vecino, aun cuando con sus propias certificaciones, cierto, pero sin generar derechos que no pudiera obtener cualquier tercero. Es más, sus inmatriculaciones, como todas las demás, han tenido el periodo de suspensión de efectos de dos años, del mismo modo que quedan aquellas bajo la posible revocación ante los tribunales. E igualmente se concluye que lo que ahora tenemos es información registral que ya era accesible y, con ella, las mismas posibilidades legales de impugnar esas inscripciones por quien pueda demostrar un mejor derecho. No nos han dado nada, absolutamente nada, que no tuviéramos, salvo palabrería populista, una vez más.

Y a propósito, y en cuanto a Orihuela, donde no tenemos un régimen especial, sino que siempre nos hemos regido por la misma Ley Hipotecaria que en el resto de España, todo lo anterior sirve para la iglesia de San Agustín. Lo comento porque escribía hace unos días la representante del Consell en Alicante y ex concejala oriolana, Antonia Moreno, que con lo anunciado por el Gobierno de España, “igual si cada uno supiera cuál es su papel en política y a quién se debe, se reclamaría la iglesia de San Agustín a coste cero, se incorporaría al patrimonio oriolano, y en vez de pagar tres millones por permutas oscuras podríamos utilizar ese dinero en crear un espacio hermoso y municipal en el centro de la ciudad. Se abre un proceso para reclamar los bienes que la Iglesia se matriculó (sic) gracias a una ley franquista que luego mejoró el presidente Aznar. Una ley que permitía inmatricular bienes sin título de propiedad”. Nada más lejos de la realidad… Ni podríamos “incorporar al patrimonio oriolano” (entendiendo que se refiere al municipal) esa iglesia, salvo expropiándola y justificando la utilidad pública o el interés social, ni se va a impugnar su inmatriculación si el Ayuntamiento no puede probar un mejor derecho. La pregunta es: si la iglesia de San Agustín data de finales del siglo XVIII ¿creemos de verdad que el Ayuntamiento de Orihuela puede tener un mejor derecho sobre el inmueble? Porque si no es así, lo demás es humo y, sobre todo, reclamar ahora lo que no se hizo con un gobierno local que tenía, exactamente, la misma información, derechos y acceso a la impugnación de esa inmatriculación que ahora. La segunda pregunta, por tanto, es ¿por qué no se hizo entonces?

Y es que para quedar bien ante tu parroquia, esta sí, no hay nada como exigir la aplicación de una ley que no existe o que, de existir, es la misma que siempre ha habido para gritar al viento que alguien no hace lo que debe. Nada como ignorar la tozuda realidad tachando de fachas normas legales que proceden, nada menos, que de antes de que Franco o Aznar nacieran. Aunque sea imposible…

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