Anatomía de la melancolía: Clases pasivas

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Por Mateo Marco Amorós

Imagen de Joaquín Marín

A la compañera María Isabel Martínez Sánchez

Hay que reconocer que existen conceptos afortunados y desafortunados. Los afortunados lo son por lo preciso de su significado. Sirva de ejemplo el de «Estado del bienestar» que tanto nos gusta como tanto lo deseamos. Los desafortunados son, por lo injusto que significan. Sobre todo si atendemos estrictamente su sentido literal. Así nos parece el concepto «clases pasivas» con el que se califica principalmente a quienes habiendo sido funcionarios, jubilándose, les corresponde una pensión. Nos parece desafortunado por su connotación de inactividad.

Porque al descartar su significación administrativa, considerando otras acepciones de la palabra «pasivo/pasiva», se nos dibuja un sujeto mórbido, fofo, que vive sin cooperar, que no reacciona siquiera a las acciones que sufre. ¡Vamos, un parásito que aun sufriendo se muestra indolente!

Los filólogos sitúan la etimología de pasivo en el término latino «passivus» que significa «que sufre, que padece, que no actúa». Visto así, «clases pasivas» resultaría un colectivo meramente receptor, un recipiente, un mueble, un grupo inactivo, un conjunto estanco sin autonomía propia, hasta sin vida sin los demás activos. Nada más lejos. Y Dios nos libre, convirtiéndonos en titulares de «clases pasivas», de todas esas connotaciones de dependencia.

Es por ello que jubilándonos, ante la tentación de morar exclusivamente en cualquier «locus amoenus», en cualquier lugar idílico, ante la tentación de desear solo y sólo la «descansada vida» fugitiva «del mundanal ruido» que diría el belmonteño fray Luis de León, prefiramos aceptar la clarividencia manifiesta en la carta que Francisco de Quevedo dirigió a Manuel Serrano del Castillo, asumiendo en plenitud que «nacemos para vivir, y vivimos muriendo y para morir, y morimos para nacer a segunda vida».

Al margen de la fe que cada uno tenga para lo que nos corresponda tras la muerte, la vida, toda nuestra vida no ha de tener sentido si no la vivimos muriendo; y vivir muriendo es desvivirse en cada acción que nos ocupe. Con más placer y pasión si lo que nos ocupa es posible que sirva a los demás. Así que, aun distinguidos como «clases pasivas», debemos combatir la pasividad. Y larga vida nos quede, muriéndola.

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