Noche de nieves

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Mateo Marco Amorós / Uno de aquellos 

Fotografía: Joaquín Marín

Cuando salíamos del cine los domingos, cine en sesión doble, nos ocupaba el imitar a los héroes que nos habían entretenido: piratas, espadachines, vaqueros, enmascarados… Las armas que fingíamos tenían asociada una onomatopeya que la costumbre había establecido. «Pañiaum-pañiaum» eran, por ejemplo, dos disparos de revólver. «Zú-zú», dos golpes de florete. «Chas-chas» dos de látigo. «Ratatatá» una descarga de ametralladora. Pero aquella tardenoche no hubo lugar para revivir películas. Ni tiempo para reconocer en la entrada del cine las fotografías que promocionaban las cintas. Porque ese era otro pasatiempo. Una vez disfrutadas las películas comprobábamos si habíamos visto –o no– en el film esas fotos promocionales. Aquella tardenoche saliendo del cine, soprendidos por la generosa nevada caída en Villena, nos ocupó la nieve.

El patio del colegio era un erial blanco. Las calles, los tejados… Blancos. La nieve cayendo. Y esa sensación de sentir perdidos los colores, como en blanco y negro. Y la oquedad de los pasos. Un espectáculo excepcional. Por ello entretuvimos la vuelta a casa sorteando bolas y pisando charcos congelados. Compramos castañas asadas donde el Puntero. Siempre nos ha encantado el olor de las castañas asadas y, haciénsose, ese vuelo de diminutas pavesas incandescentes. Con las castañas nos calentábamos las manos y jugábamos a fumar frío exhalando vahos.

Aquella tardenoche no hubiéramos vuelto a casa. Jugando con la nieve. Pero la hora y el frío en las manos y nariz nos vencieron. Agotados, conciliando con dificultad el sueño por la emoción de la nevada y la inquietud de todo lo que haríamos al día siguiente con la nieve, nos adormilamos en duermevela hasta que muy de madrugada nos despabiló un atormentado lamento, quejidos y gritos de mucho sufrimiento.

Un grupo de cuatro o cinco jóvenes, venciendo la noche, se había entretenido en el Paseo haciendo un magnífico muñeco de nieve. Yo lo vería desde la ventana empañada de mi habitación. La nieve había quemado las manos de uno de ellos. Y gritaba con mucho lamento, como si lo estuvieran matando. Eran alaridos alimentados de frío. Eran dolor. Así la nieve, belleza y frialdad. Encanto y accidente.

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