Anatomía de la melancolía: Desolación

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Por Mateo Marco Amorós

Fotografía de Joaquín Marín

Nos seducen las noches estrelladas. Observarlas en campo abierto lejos de las luces de la ciudad. Escuchando música con auriculares a bajo volumen. Sirva la música de Camel. Y en la contemplación nos entristece, aun siendo realidad irremediable –como ley de vida que solemos decir– tener conciencia de la muerte de las estrellas. Nos entristece saber que muchas de esas luces titilantes que nos llegan –luces que son– ya no son sino luces de esencias muertas. Tan hermosas como muertas. Evidencia entre los enigmas del universo. Y son por su propia luminosidad una pena llena de ternuras.

Como pena, pero ésta llena de desasosiego absurdo por inevitable, saber que el sol siendo estrella morirá. Apagándose su luz vital para la Tierra. Es un desasosiego sin sentido por su lejanía en el tiempo, pero nos agobia pensar en el qué será de esos descendientes de los descendientes de nuestros descendientes cuando el «eclipse» solar sea completo y perenne. Qué será de ellos en las mañanas sin sol. Mañanas que no serán mañanas. Mañanas sin amanecer. Y qué será de ellos en las tardes que no serán tardes por ser imposible el atardecer. Qué será de ellos velados en la noche perpetua. Esto si la Humanidad y el planeta sobreviven antes de ese ocaso sin sol para siempre.

Alimentando esa desazón, como adelanto, terminando el año pasado y en relación con el sol, científicos de las universidades de Tokio y Cambridge, utilizando innovadoras técnicas de medición, utilizando ondas sonoras –ondas p– que penetran en el interior del sol atravesando su núcleo, han concluido que nuestro «astro rey» es más pequeño de lo que hasta la fecha estimábamos. No mucho más pequeño. Entre un 0,03 y un 0,07 por ciento más pequeño. Pero más pequeño.

Tradicionalmente para medir el sol se aprovechaban los eclipses solares. Las nuevas mediciones, aplicando técnicas de la astrosismología, han precisado un menor diámetro para el sol. Una sisa diminuta que científicamente interesa por las repercusiones del sol en el sistema planetario en el que orbitamos. Una sisa que nos preocupa como recordatorio de la futura y definitiva desolación.

 

 

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