Ciudad epidemiada, ciudad deshabitada

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Mateo Marco Amorós / Bardomeras y meandros

Joaquín Marín / Fotografía

A principios de 1893 –lo recordaba el periodista y político José Francos Rodríguez–Madrid tenía el aspecto de una «ciudad epidemiada». Sus calles «apenas caía la noche, eran las de una ciudad deshabitada.» La causa era el frío. Con consecuencias trágicas. De muertes. «¡Ni una alma en cafés, teatros y demás lugares destinados a diversión y bullicio! –especifica Francos Rodríguez– El frío, recio, tajante, cortaba con golpes certeros vidas de los débiles y despreocupados, y las columnas de los periódicos mostrábanse tétricas con múltiples anuncios de muertes y enfermedades.» (Véase «De las memorias de un gacetillero. Entierros». En ABC, 29.04.1921. Recopilado en El periódico del siglo. 1903-2003. Ediciones Luca de Tena, Madrid, 2002).

Golpes certeros sobre una población que habita una ciudad deshabitada cuando cae la noche. Esto nos suena. Muertes y vacío.

El invierno de 1890-1891 fue de los más fríos registrados en España, como el de 1829-1830. Pero Francos Rodríguez recuerda el de 1893. Es un recuerdo tristón. Palabra que utiliza para describir aquel ambiente en Madrid. «Estaba todo el mundo encogidico y tristón» —dirá. Y es este ambiente el que percibimos pasando los días de confinamiento. Suerte la familia y el vecindario que dicen aquí estamos. Y aplaude y pone músicas. Y suerte, sumándose en ocasiones, los volteos de campanas. Precisamente estos días echo de menos los toques de campana habituales. No los toques a muerto. Estos no. Echo de menos los que llaman a los fieles. O los de gloria.

Se puso un tiempo de moda denunciar los toques de campana. Por suponer molestia para algunos. —Por ser usanza extemporánea en tiempos modernos de laicidad —decían. A mí me encantan. Esos que armonizan con el piar de los pájaros las mañanas sosegadas de domingo. Me gustan los toques de campana. Salvo –¡malaje!– los toques a muerto. Estos me traen recuerdos de mi infancia, del día de difuntos en el que dicen que acuden las almas de los muertos a los espacios donde vivieron y murieron. Días de luminarias. De «mariposas». Y silencio en las casas. Días de madrugar. De camas bien hechas bien temprano. Limpias. Y ese silencio interrumpido por ese toque grave y constante de las campanas tocando a muerto. Como pasos en el silencio de una calle deshabitada.

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