Anatomía de la melancolía

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Fotografía tomada por Joaquín Marín

Por Mateo Marco Amorós

Camino del otoño estrenamos columna tomando de prestado el título a Robert Burton, pensador que vivió a caballo de los siglos XVI y XVII y que así tituló su magna obra: «Anatomía de la melancolía». Cuando escogemos un título para una nueva etapa o sección lo hacemos con la intención de determinar un rumbo más o menos específico para los temas de los escritos, luego sale lo que sale y las temáticas se ajustan más o menos al propósito fundacional, en ocasiones también la actualidad dicta el contenido. Pero aun así no nos consideramos periodista de información.

Normalmente nos ha ocupado el periodismo de opinión, con afanes literarios, antes que el periodismo informativo. Generalmente nos hemos mantenido lejos de los campos de batalla. Con voluntad escapatoria desertando del presente. Sí hubo un tiempo, es verdad, en el que frecuentamos la palestra y… Algunas heridas de entonces todavía no han cicatrizado. Y es por lo que hace años decidimos renunciar, con pleno convencimiento, a la conflagración para entretenernos atendiendo inquietudes personales, querencias, certidumbres y dudas. Y a partir de ahora… A partir de ahora me temo que nos toca atender melancolías.

Pronto abandonaremos lo que en casi cuatro décadas nos ha ocupado profesionalmente. Pensando en ello en particular y en nuestro pasado en general, este mismo verano la melancolía sobre lo vivido ha presentado alguna amenaza al atisbar el nuevo estado vital que disfrutaremos. Y si alguna insatisfacción se aprecia en el arqueo sobre lo realizado en nuestro trabajo, también, como cañas arrastradas en avenida, aparecen otras muchas vivencias del tiempo satisfecho. Y como uno no puede filtrar el contenido del reguero, ahí va lo bueno y lo malo. Porque en lo vivido ha habido bueno y malo.

Lo bueno alimenta la melancolía, lo malo el arrepentimiento. Y resulta dolor sentir la imposibilidad de corregir los errores y equivocaciones cometidos. Porque hay situaciones irreversibles y… Y ahora, ni siquiera el dolor que sentimos intuyendo el dolor que algún día provocamos alivia el cargo en la conciencia. Y no hay apósitos para estas heridas profundas. Profundas heridas. Heridas, otras, que no cicatrizan.

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