Anatomía de la melancolía: Dos de octubre

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Por Mateo Marco Amorós

Fotografía de Joaquín Marín

Dos de octubre de 1968. Hace cincuenta y cinco años, en Ciudad de México, en la plaza de las Tres Culturas, junto a la iglesia de Santiago Tlatelolco, miles de estudiantes, maestros, padres de familia, amas de casa y diversos simpatizantes manifiestan su descontento. La revuelta vive desde julio y a las demandas particulares que importan al estudiantado se suma la denuncia política contra la corrupción del PRI (Partido Revolucionario Institucional), en la práctica partido único en México. La ciudad está a las puertas de celebrar la decimonovena edición de los Juegos Olímpicos, evento presentado ante el orbe, pretenciosamente por las autoridades, como escaparate de desarrollo.

Falso escaparate, el gobierno mexicano no está dispuesto a tolerar que el mundo escuche voces reivindicativas que revelen las miserias políticas y económicas del país. El ejército, con la colaboración de grupos paramilitares vinculados al PRI, reprime con violencia la manifestación. El balance de muertos, como suele suceder en estos casos, resulta un criminal baile de cifras: ¿Veinte?… ¿Treinta?… ¿Trescientos?… ¿Cuatrocientos?… Heridos miles. Ante el baño de sangre dicen que un portavoz gubernamental declaró ante corresponsales extranjeros: «No se alarmen, piensen que treinta muertos en México son como un muertito en Francia».

¡Francia! De las movidas del sesenta y ocho, más que con ésta donde los pobres y más que con la de la primavera de Praga donde la rebelión contra el yugo soviético, en el tiempo en que crecíamos nuestros afanes y rebeldías se fueron alimentando por años con la del mayo francés.

Lo de Francia nos engatusó más. Aquel eslogan que decía: «Sous les pavés, la plage!» (¡Bajo los adoquines, la playa!), como otros también ingeniosos, fueron brújula que orientó nuestras voluntades. Pero sobre todo el de los adoquines. Así, buscamos, bajo los pavimentos sociales establecidos que sentíamos como losa pesada, las playas de la libertad. Porque como losa cargante juzgábamos las enseñanzas que nuestros mayores nos inculcaron. Orillamos playas y nos capuzamos en el mar para descubrir, en más de un naufragio, el salvavidas de aquellos valores que desagradecidos habíamos despreciado. Entre espumas, muchos de aquellos eslóganes se han diluido. ¡Eslóganes!

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