Matanza de inocentes

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Mateo Marco Amorós / Bardomeras y meandros

Joaquín Marín / Fotografía

De mi infancia recuerdo estos días de Navidad llenos de esperanzas. Con la inquietud del día de Reyes –entonces sólo eran los Reyes Magos– que aun suponiendo el fin de la vacación, deseábamos que llegaran. Por el regalo. Entonces sólo era un regalo. En singular. Pero esos días llenos de esperanzas se alteraban cuando celebrábamos, el veintiocho, lo incelebrable: los santos inocentes.

«Oíd, en Ramá se escuchan gemidos / y llanto amargo: / es Raquel, que llora inconsolable / a sus hijos que ya no viven». Y… «Sus pies corren al mal, / tienen prisa por derramar / sangre inocente; / sus planes son planes criminales, / destrozos y ruinas jalonan sus calzadas.» Lo habían predicho Jeremías (31, 15) e Isaías (59, 7) respectivamente; y contará Mateo en su evangelio (Mt. 2, 16): «Entonces Herodes, viéndose burlado por los magos, se enfureció y mandó matar a todos los niños menores de dos años de Belén y sus alrededores; según el tiempo que había averiguado por los magos».

Algunos belenes que visitábamos traían la escena. Contraste de sangre en aquellos escenarios repletos de figuras y escenas entrañables. Crueldad frente a ternuras. Violencia del sinsentido. El niño que éramos se acongojaba ante la degollina de la degollación. Triste.

Historia o leyenda, el hecho redunda en la figura cruel de Herodes I el Grande, Herodes ascalonita, que mató a su mujer y a dos de sus hijos. Santiago de la Vorágine trae en «La leyenda dorada» esta opinión de Augusto: «Preferiría ser uno de los cerdos de las cochiqueras de Herodes a ser su hijo, porque a sus puercos los cuida y a sus hijos los mata». En la misma obra, De la Vorágine nos presenta a este Herodes inquieto ante la posibilidad, naciendo Jesús, de perder el poder. Y cita a Gregorio Magno: «Nacido el Rey del cielo, turbose el rey de la tierra, porque es natural que el poder terreno tiemble ante la grandeza del poder celestial». Y antes a Crisóstomo: «Así como las ramas cimeras de un árbol se mueven al más ligero soplo de la brisa, así cualquier rumor estremece a los hombres encaramados en las alturas del poder y de las dignidades».

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