Vaciando el aire de las caracolas…CIX

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Pasión

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Mateo Marco Amorós
 

El erudito Ernesto Gisbert y Ballesteros en su «Historia de Orihuela», publicada en la Gran Ciudad en 1901 e impresa en la imprenta de Luis Zerón, escribe: «Murió Augusto el año 14 de nuestra era, y coincidió con su apoteosis la proclamación del feroz Tiberio, que inaugurando la serie de déspotas que esclavizaron a Roma, fue constante enemigo de los españoles; teniendo lugar durante su gobierno, la pasión de Nuestro Señor Jesucristo que produjo una revolución social y regeneró al mundo.»

Para algunos historiadores de la época de Gisbert –estamos en la segunda mitad del siglo XIX– la crisis del Imperio Romano fue crisis de determinados valores. Desde esta perspectiva, la degeneración de las costumbres, los vicios, minaron los cimientos imperiales convirtiéndolos en barro. Para historiadores como Gisbert, desde su creencia personal, el Cristianismo, más que causa de la decadencia del Imperio, como defendía la célebre teoría del británico Edward Gibbon, era «regeneración». Pero hay otro aspecto interesante en algunos de estos investigadores decimonónicos: Les puede el chovinismo. O más, el localismo. Así, desde una percepción particular y maniquea de la realidad, los paisanos, por los siglos de los siglos, se mantuvieron en «el bien».

Cuando Gisbert informa de la romanización y sus consecuencias sobre la comunidad orcelitana (introducción de la lengua, costumbres y leyes de Roma, paganismo e idolatría) dirá: «Orihuela se hizo pues romana, y en fuerza de la costumbre, adoptó el idioma del Lacio, sus leyes, sus ritos, sus ceremonias, etc.; fue pagana como la ciudad de las siete colinas, fue idólatra como sus dueños, y fue poética en sus opiniones religiosas como lo era por su situación material; adoró, por tanto, los simulacros de Júpiter, el soberano de los dioses, y a Venus la diosa del placer y la hermosura, consagrándoles templos, cual lo hicieron también los pueblos limítrofes. Así han tratado de probarlo algunos historiadores con hallazgos en el seminario de San Miguel, en el santuario de Monserrate, y en la destruida ermita de San Cristóbal. (…) es lógico –se refiere a los romanos– quisieran garantir con las cadenas del espíritu el yugo material que impusieran a los habitantes del país.»

No obstante esto, visto como cadenas y yugo, insistirá Gisbert refiriéndose a los oriolanos que «no dejaron de luchar y derramar su sangre por el Crucificado». Como pretenderá demostrar en el capítulo XIV del Tomo I titulado «El Cristianismo. Santoral. Antiguo obispado de Cartagena».

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