La grandeur

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Uno de aquellos / Mateo Marco Amorós

Fotografía: Joaquín Marín

Hablando de descortesías, hablábamos de la impuntualidad. Mitterrand, vigesimoprimer Presidente de la República Francesa, paradigma de la grandeur gala, hacía parar a su chófer cuando detectaba que no iba a llegar el último. Al parecer consideraba honroso que le esperaran.

Hace años, comentando la biografía titulada «Miterrand, el presidente», obra de Franz-Olivier Giesbert, director de LE FIGARO, Joaquín Estefanía escribió en EL PAÍS un artículo contándonos que Mitterrand llegaba tarde a los consejos de ministros, exigiendo no obstante que éstos estuvieran en sus puestos cuando él entrara. Nada de tertulias ni distensiones durante la espera como era costumbre. También que en 1986, en la cumbre de Tokio, hizo parar su coche para llegar el último a la reunión, dejando pasar a propósito los cortejos de Margaret Thatcher y de Ronal Reagan. Al año siguiente, en la cumbre celebrada en Venecia, fue Reagan quien retrasó su presencia hasta que no le confirmaron que Mitterrand había llegado. Un pulso entre impuntuales. Por lo visto hay quien considera que la autoridad se reafirma cuando tienen que esperarte. Pero más que autoridad es soberbia.

El franquismo más rancio nos vendió como estrategia el retraso de Franco en Hendaya, cuando la entrevista con Hitler en octubre de 1940. —Para ponerle nervioso —afirmaban los conmilitones. —Y que fue de una hora —llegaron a decir, cuando fueron ocho o nueve minutos sin trascendencia. Pero quienes quisieron ver habilidad en aquel pequeño retraso del Generalísimo y Caudillo, desconocían el mal estado de la red ferroviaria patria, como el poder de Hitler precisamente en aquel año. Franco llegó un poco tarde y nada más.

En algunas escenas de «El gran dictador» Chaplin ridiculiza estas pretenciosas actitudes de poder. Una cuando Benzino Napoloni –caricatura de Benito Mussolini– y Adenoid Hynkel –caricatura de Adolf Hilter– se encuentran en una estación; otra cuando se entrevistan los dictadores. En la entrevista Hynkel/Hitler sienta a Napoloni/Mussolini en una silla, más reclinatorio que silla, por debajo de su «trono». Al cabo, un pulso de insolencias. La entrevista culmina con un grotesco duelo ascendente en sillas de barbería. Dictadura de la mala educación. De la soberbia.

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