Corrupción, masturbaciones y orgasmos

Publicidad

Karlos Bernabé
miembro de IU-Cambiemos Orihuela

La masturbación es un arte, fuente de autoconocimiento y, se lo garantizo como psicólogo y aficionado, un ansiolítico de lo más efectivo. Pero es algo más: un recurso de emergencia, una vía de escape, un “plan B” ante la ausencia de otro cuerpo con el que encontrarse. Dicho de modo más vulgar, una forma de consuelo cuando, en asuntos de alcoba, las cartas vienen mal dadas y no tenemos sino una mala mano (y nunca mejor dicho) que jugar. Algo similar sucede con la corrupción y la justicia, permítanme que me explique.

Técnicamente, la imputación responde, según el profesor de Derecho Penal Luis Roca, a la «fase del procedimiento en la cual el juez investiga si hay base para sostener una acusación por la existencia de un presunto hecho punible». Es decir, que partiendo de la presunción de inocencia y las garantías procesales, un imputado no es necesariamente culpable, sólo alguien cuya culpabilidad es suficientemente posible como para tener el derecho y obligación de entrar al «juego» judicial. Sin embargo, cuando el imputado lo es por corrupción y cuestiones relacionadas con el ejercicio del poder político, la conmoción y preocupación adquiere, lógicamente, una mayor dimensión, pues está en juego la riqueza colectiva. En ese momento surge un argumentario proveniente de tecnócratas y políticos de régimen, que pone la presunción de inocencia por delante de cualquier indicio. Así lo ha hecho en Orihuela David Costa y su pequeña banda siciliana junto a los siempre cómplices concejales del CLR. El problema es que, como afirma la periodista experta en tribunales Julia Pérez, de la inmensa mayoría de casos judicializados de corrupción en fase de instrucción (más de 1.400), «la gran mayoría se queda en el segundo nivel, como si alguien tirara de un embudo y dejara a cierta élite fuera del proceso». Por eso, cuando un posible corrupto alega presunción de inocencia, puede sonar razonable, pero oculta cartas muy tramposas.

Cuentan que las leyes son iguales en su redacción para todas las personas (desde luego no para el «inviolable» monarca), aunque su aplicación e interpretación cambia mucho según sobre quién recaigan. En este país es más sencillo ser condenado por robar en un supermercado o actuar como piquete en una huelga que por desfalcar cientos de millones o beneficiar a un cacique como alcalde. Lo dijo el presidente del Tribunal Supremo, Carlos Lesmes: tenemos una ley «pensada para el robagallinas» pero mal preparada para los «crímenes complejos» o el «gran defraudador». Así que, a estas alturas de la partida, habría que ser muy cínico o ingenuo para defender que la justicia es igual para todos. Las propias leyes son como son a causa de la correlación de fuerzas existente cuando se redactaron. Asimismo, su aplicación e interpretación se pervierten cuando depende de instituciones controladas por élites que se deben más a los poderes económicos que a sus ciudadanos. Se dilatan los procesos, se traba y condiciona la labor de los jueces, o se presiona a los órganos judiciales. Y si el filtro falla, queda el propio gobierno: lo penúltimo que hizo el PSOE desde la Moncloa fue conceder el indulto a Alfredo Sáenz, directivo del Banco Santander. ¿Casualidad, descuido? Bien es cierto, a pesar de todo, que hay buenos jueces, fiscales y, sobre todo, una tropa de trabajadores públicos en el ámbito judicial que, pese a limitaciones legales y económicas, con mucha profesionalidad, actúan para que la justicia pueda obrar con cierta decencia. Sin embargo, son muchas las presiones y pocos los recursos a la hora de juzgar a los poderosos. Por ello, es bueno confiar en los jueces pero no confiarlo todo a los jueces. La justicia también se hace trabajando para el cambio político. De hecho, si Jaume Matas ha dormido a la sombra de las celdas que él mismo inauguró es gracias a la presión social que ha forzado la maquinaria judicial. No obstante, parece que, en un contexto de corrupción generalizada, las condenas y procesos siguen siendo lentos, anecdóticos y de escasos efectos.

Por eso decimos que la «imputación» es a la justicia lo que la masturbación al sexo. Porque, igual que yo, pobre desgraciado, cuando sé que el acto carnal no entra en mis planes de un lluvioso fin de semana, me conformo con mi propio amor; los ciudadanos, sabedores de lo injusto del sistema padecido, nos «conformamos» con imputaciones y procesamientos. Nos gustaría un sistema judicial transparente, ecuánime y especialmente sensible a los abusos del gobernante, pero a falta del orgasmo de la sentencia, necesitamos el desahogo del proceso. Sabiendo la dificultad de la condena, nos contentamos con el tocamiento de la imputación. Que Mónica Lorente sea juzgada, Rato interrogado o Blesa ingresado en prisión preventiva, no constituye el gran orgasmo de verlos condenados. Pero vive dios que es algo muy placentero para quienes hemos padecido su tiranía. Quizá pocos concejales del PP local den con sus huesos en prisión, pero su culpabilidad política ante los ciudadanos ya está demostrada. Porque han expoliado recursos, gobernado al servicio de caciques y tejido una red clientelar de latrocinio, miedo y silencio.

Frente a ello, hemos de destruir su legitimidad social, desalojarlos de las instituciones, y presionarles desde todo lugar, señalándolos en las calles. Debemos romper su poder y el de sus cómplices, pues tan peligroso es el corrupto como sus aliados. Decía Sarrionandia que es más fácil corromper a una sola persona que a toda a una asamblea. La corrupción no se confronta cambiando nombres o siglas, sino transformando la forma de entender la política. Recuperar el ayuntamiento como espacio de participación, transformación y cambio. Porque quizá no debamos conformarnos con esperar la masturbación solitaria de los juzgados, sino salir a construir el orgasmo colectivo de la justicia democrática. Que la judicatura decida su futuro penal, pero mientras tanto, borremos su futuro político.

Sé el primero en comentar

Deja tu comentario

Tu dirección de correo no será publicada.


*